Una de mis fascinaciones es observar manos. Tanto en su forma (con anillos, con las uñas arregladas, o por el contrario, mordisqueadas de los nervios, cuidadas, morenas, peludas, con dedos pequeños o grandes...) como en lo que expresan con sus movimientos o su quietud.
Cuando era pequeña, recuerdo que me alucinaban las manos de mi abuela Irene. Me sorprendía siempre la suavidad de sus arrugas. Unas arrugas que eran un reflejo del paso del tiempo, el cual yo, siendo todavía tan niña, ya atinaba con querer descubrir.
Mi bisabuela María tenía los dedos índice y corazón ligeramente torcidos, entornados hacia adentro. No puedo separar la imagen de su rostro amable y cálido, su pelo canoso y rubio estirado hacia atrás sujetado en un moño, de sus manos. Manos que cuidaron, lavaron, cocinaron, cosieron... que hablaban por sí mismas.
Ahora, con Maya, un indicador de su crecimiento son también sus manos. Ya casi no recuerdo cuántas falanges de mi dedo llegaba a tomar cuando era recién nacida. Dentro de poco mi dedo se le quedará pequeño y necesitará mayor agarre. Me reconforta saber que probablemente sea cuando deje el nido, y para eso aún queda.
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