jueves, 10 de marzo de 2016

David frente a Goliat

"¡Traga y come!" "Esto se come rápido" "Si no te lo comes te estampo la cara" "¡Deja ya de llorar y come!"

Vivo en una comunidad joven, en un piso de protección oficial y las paredes son de papel. Estaba preparando la entrada de esta semana pero los gritos que venían del piso de arriba no me dejaban escribir. César estaba llorando mientras su cuidadora le estaba intentando dar de comer. He tenido que parar porque se me ha revuelto el estómago y el pulso se me ha acelerado. 
Hoy no he podido hacer indiferente a César, mi vecino de 4 años. Todos los días su abuela lo recoge en el colegio y lo trae a casa para darle de comer. Es un momento de tensión al que el niño sólo responde con llanto y la cuidadora, con gritos. 

Yo de pequeña tampoco comía muy bien. Estuve mis primeros cinco años de vida sin ganas de comer. Podía pasarme todo un día con un plato de sopa o un "petit suisse". A los cinco años mi madre dejó el trabajo y se quedó en casa para atenderme. Desde ese día mi apetito cambió.


No nos damos cuenta de lo sensibles que son los niños y de cómo podemos cambiar una conducta; de la noche a la mañana. 

No creo que un niño llore por engatusar, fastidiar o tomar el pelo a los padres. ¡Basta ya! Un niño no nace con ningún patrón, ADN u hormona que le diga a su cerebro que si quiere portarse mal o engañar, debe llorar. Un niño llora SIEMPRE por algo. Otra cosa es el significado que nosotros le demos a ese llanto. Cada vez que escucho llorar a César pienso: "no le grites, lo que de verdad le molesta a César es que le griten, que le insulten, que le humillen, que le amenacen". ¿Cómo no va a querer comer un niño? Un niño si no come, y si no lo hace de forma frecuente, enferma y muere. Nuestro cuerpo sí está preparado para que eso no pase, por eso los bebés lloran, para pedir el alimento a su madre y para sentirse protegidos. Eso sí está en nuestro ADN.

Desde que mi hija nació, pero sobre todo cada vez que hablo con más madres, siento un profunda responsabilidad hacia los menores, porque no hay nadie ni ninguna política que les defienda y además, la sociedad tiende a invisibilizarlos. Somos las madres y padres quienes ejercemos su tutela y su responsabilidad legal y creo que deberíamos luchar por conseguir que los niños no se sientan desprotegidos. Debemos luchar como lo hizo David frente a Goliat. Pero muchas veces, los patrones y roles que se han seguido (y se siguen) aplicando en el seno familiar sobre la educación infantil no son los más idóneos, a la vista de muchos problemas sociales de los que todos hemos oído hablar. Me refiero a problemas de conducta de niños en el colegio, en sus relaciones con los compañeros, con sus padres, con los profesores... Y a cómo, si no se resuelven, esos problemas se acrecientan en la adolescencia y edad adulta (problemas de sueño, estrés, ansiedad, depresiones, autoritarismo, ... por nombrar algunas). Todo tiene un punto de arranque, un inicio, una mecha que se aviva con el tiempo. Muchos de los problemas conductuales y emocionales de los adultos, debemos ir a buscarlos a la infancia o a la edad temprana.


No conozco mucho a la madre de César. Seguramente delegue en la abuela el cuidado de los hijos para poder seguir trabajando, para no perder su oportunidad laboral, para sentirse igual de útil y productiva (ese fantástico invento de la industrialización). A lo mejor la mamá o el papá de César también fueron educados bajo los gritos de su madre. ¿Es eso realmente lo que queremos? ¿Somos conscientes del daño emocional que causamos a los niños con un grito, un gesto, un bofetón o un insulto? Leyendo esto quizás te horrorice que haya niños hoy día en esas circunstancias, y no, no hablo de minorías étnicas, ni excluidos sociales, ni inmigrantes... Su educación empieza por la nuestra. Sus derechos empiezan cuando los nuestros terminan. No dejemos que los niños sean indiferentes. Son pequeños, pero son igual de personas que tú y que yo. 

¿Gritarías a un adulto si no come, no duerme o cuando no hace algo tú crees que debe de hacerlo? 

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